febrero, 2015
Al fotografiar nos apropiamos de lo fotografiado, establecemos una relación determinada con el mundo. La fotografía, desde su invención  no pudo ser la fiel sirvienta de las ciencias y las artes que esperaba Baudelaire, intentó satisfacer la necesidad por confirmar la realidad y dilatar la experiencia; satisface el consumismo estético del que somos adictos.
Diariamente se generan miles de huellas, imágenes que son señales de lo que ya pasó, de lo que no está y posiblemente de lo que nunca estuvo. Vivimos en una saturación icónica a consecuencia de la búsqueda por la autoafirmación, misma que nos ha llevado a una ceguera de todo aquello que nos hace un ser razonable funcional en el sentido de la relación humana. Se estima que se suben alrededor de 350 millones de fotografías diariamente únicamente en Facebook y cerca de 6000 a Instagram y Flickr por minuto.
Vemos muchas imágenes fuera de contexto, cada vez más se multiplican, extraviándonos de nosotros mismos y en relación al mundo. Nuestra memoria se ve afectada ante tal bombardeo diario, generando una gran variedad de ideas y a su vez confusión; velando toda percepción; anulando sentimientos, cariño, familiaridad. Forjando un reconocimiento visual pero no emocional.
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